domingo, 9 de febrero de 2014

Blue Jasmine

Parece como si el mal hado de las hermanas no biológicas Jeanette (Cate Blanchett) y Ginger (Sally Hawkins) las hubiera tocado desde la infancia. Ambas huérfanas, apadrinadas por una prejuiciosa madre, y destinadas a una fatalidad por delante. Dos mujeres adoptadas de un mismo mundo, aunque criadas para mundos distintos. Blue Jasmine (2013) es una nueva ventana que mira a la tragedia humana. Claro está, no una tragedia amoldada a la clásica griega, sino una menos lapidaria. Es decir, la comicidad aquí tiene licencia para mezclarse con lo trágico, algo inconcebible en el terreno del Olimpo. Woody Allen asume la idea de la tragedia moderna como la combinación de sendos estados. Tanto lo dramático como lo gozoso fluyen al mismo tiempo. Si por un lado se va tejiendo una vida llena de gratitud, por el otro se va gestando la adversidad.
Jeanette o Jasmine –ese personaje que aprendió a “encajar”–  es, en un presente, víctima de un colapso nervioso luego que el fracaso, tanto íntimo como financiero, llegara a su vida a fuerza de un portazo. Está en el poder del destino castigar o premiar al individuo. Aquí no hay espacio para reflexiones morales. Como sucedía en la literatura clásica, existe un “deux ex machina” que se encarga de hacer la última alineación de las piezas en juego y poner en jaque todos los movimientos anteriormente expuestos. Nada está dicho. Desde ese sentido, Woody Allen tiene a su merced a la frágil Jasmine. En medio de las idas y venidas de una mujer madura tratando de reordenar su vida, no hay punto claro que prediga el cierre de esta historia. Al menos, no hasta se haya pronunciado textualmente una palabra clave en la trama: el pasado.

Blue Jasmine se narra en dos momentos. El antes y el después, el auge y la decadencia, la riqueza y la pobreza. Y según las leyes de la gravedad y el orden de las cosas, Jasmine en su segundo momento –en teoría– deberá tener una nueva oportunidad; por llamarlo así, su momento de redención. Lo cierto es que parece ocurrir todo lo contrario. El personaje de Blanchett se resiste a abandonar su anterior vida. Lo dice su viaje en primera clase, sus maletas, sus vestidos, sus aires de mujer fastuosa. La fantasía de Jasmine no se ha esfumado, y esto parece ser más complejo de lo que se espera. En Match Point (2005), Allen crea a un personaje fascinante, protagonizado por Jonathan Rhys Meyers. El hombre de campo que con empeño y un poco de suerte encumbró hasta lo más alto de la escala social. Muy a pesar, este arrastra sus antiguas costumbres. No existe vergüenza o negación de lo que fue, y lo más curioso es cómo es este mismo individuo quien recuerda, en lugar de que sean sus acompañantes los que le hagan recordar su pasado.
El pasado es una especie de amuleto en ambos filmes de Woody Allen. El llevarlo consigo resulta la simpatía de muchos, mientras que la negación a usarla es lo contrario a esto. Jasmine, en su camino a “reordenar” su vida, va acumulando una serie de apatías. Su carta de mujer rica es un karma, el imán a una serie de conflictos que la empujan a esa fatalidad predicha. Es el pasado que reclama justicia ante la indiferencia. Se entiende entonces por qué la suerte no está de lado suya. Blue Jasmine es también una fábula sobre los destinos impuestos. Por un lado Jasmine intentando llevar una vida de clase trabajadora, mientras en otro extremo Gina fantaseando con un hito social por encima del suyo. La migración al estilo de vida opuesto es equivalente al fracaso. Nuevamente la negación al pasado aquí prevalece. Está en el consciente de Gina el conformismo, como en la mentalidad de Jasmine no abandonar su esencia, una que fluye casi natural, como la estupenda actuación de Cate Blanchett.

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