lunes, 29 de enero de 2018

El profesor Marston y la Mujer Maravilla

A la línea de los cuentos infantiles divulgados en tiempos del Medioevo, El profesor Marston y la Mujer Maravilla (2017) nos descubre una producción ficticia que, cual Caperucita Roja y Hansel y Gretel, reserva un origen que fue postergado por una temporalidad. Si bien el cómic de La Mujer Maravilla no fue el germen de metáforas perversas como el canibalismo o la pederastia, sí reconoció en el lesbianismo, el masoquismo y ciertos actos lascivos su fuente de inspiración. Esto resulta más que entendible viniendo de la ideología de su creador, un admirador confeso de los postulados de Sigmund Freud, quien se asoció al psicoanálisis a fin de dar sentido a su filosofía feminista: la sumisión innata de la mujer puede ser una ventaja en un mundo de hombres. Claro que “nada” es innato hoy en día, pero dentro de la realidad del doctor William Marston (Luke Evans) dicha hipótesis, en medio de un contexto enfocado en la Segunda Guerra Mundial y que todavía frenaba la igualdad educativa, parecía consecuente.
El profesor Marston y la Mujer Maravilla narra la historia del matrimonio Marsten, William y su esposa Elizabeth (Rebecca Hall), y su relación con la joven Olive (Bella Heathcote), una asistente de la clase impartida por William. La película de Angela Robinson se introduce a un ménage a trois para después ampliarse a un argumento más discursivo, aunque no abandonando su rasgo melodramático. La relación de a tres no es bien vista por la coyuntura. Eso traerá complicaciones para este trío que insiste en obedecer a sus sentimientos a contracorriente. Es de los enfrentamientos y algunas filias que nace la idea del cómic; lo más estimulante del filme. De repente todas las características y escenas que sustentan el universo de la heroína tienen acotaciones sexuales. Lo bueno de El profesor Marston y la Mujer Maravilla es que no cede a convertir a la confrontación social en su panorama principal. En su lugar, le da palestra a lo íntimo que luego se desplaza a lo erótico. 

domingo, 28 de enero de 2018

The disaster artist: Obra maestra

Para nada un tributo a The room (2003). La película de James Franco se presta para el bullying al filme que se hizo fama por hacer el ridículo en la pantalla grande. The disaster artist (2017) arma el ridículo detrás de cámaras al subrayar la personalidad extravagante de Tommy Wiseau. Su historia se resume en dos aspirantes a actores y su fantasía por ser descubiertos en la Meca del Cine. Más que reconocer un conflicto, el filme revela secuencias que imparten el gag, la broma light tipo Seth MacFarlane, solo que omitiendo lisuras, en donde todo el peso de la trama recae en los hombros de un solo personaje. En ese sentido, la película de Franco se relaciona a la Wiseau en hacer de un solo personaje el eje del universo.
Tanto The room como The disaster artist son producciones de directores fabricando su propia condecoración. No satisfechos con ser los protagonistas principales, ambos acaparan gran parte de las secuencias. Wiseau al menos es auténtico, en cambio Franco es pantomímico. Si algo rescato de la película de James Franco es deducir que Tommy Wiseau se inspiró de Rebelde sin causa (1995) para crear su ambigua secuencia de un niño infiltrándose en el lecho de unos amantes. Por lo resto, The disaster artist es una biografía parcial que podría hallarse en Wikipedia. Al menos The room tiene el “chip, chip, chip”.

jueves, 25 de enero de 2018

Curso Transformaciones del Cine Contemporáneo

Están invitados a este curso que tiene como meta reconocer y reflexionar sobre el cine contemporáneo, los cambios y nuevas perspectivas que se adoptaron con el avance de la tecnología digital, pero también la conservación o el tributo a las herencias fílmicas. Se verán fragmentos de películas, provocaremos el análisis y el debate.

4 sesiones
Costo: S/60
Lugar: Taller Santa Rosa – Jirón Santa Rosa 310, Barranco https://goo.gl/maps/LwSePtVxcot
Días: jueves 1, 8, 15 y 22 de febrero

Programa del curso: http://bit.ly/2COKz5W




Django: Sangre de mi sangre

Del lenguaje de barrio impostado a la resucitación de uno de sus protagonistas, la nueva Django: Sangre de mi sangre (2018) tiene los componentes de un cine de culto. La nueva película de Aldo Salvini se apropia de las fórmulas de género mediante una particularidad extravagante que se manifiesta en las performances que pugnan por aventajarse del resto del elenco, las líneas picarescas que establecen el grado de poder en el hampa, situaciones disparatas que ocasionalmente estimulan las risas involuntarias, el esquema de estereotipos empujados a lo caricaturesco, la atractiva y estridente fotografía de Micaela Cajahuaringa. Todo funciona dentro de este universo de pulsiones exóticas y de constante dinamismo. Tal vez eso último sea lo más gratificante del filme de Salvini: no se perciben los tiempos muertos o residuo en su trama. Dentro de lo exagerado o “malempleado”, la película sigue un itinerario reflexivo.
La historia inicia con Django (Giovanni Ciccia) puesto en libertad. Su reinserción en la sociedad tendrá complicaciones al verse comprometido con una mafia del crimen organizado en donde uno de sus hijos reside. Salvini aprovecha esa oleada de secuelas fílmicas, sobre el retorno a la pantalla grande de los (anti)héroes envejecidos masticando su propia redención, para hacer de Django un nuevo hombre que se esfuerza por seguir la línea de lo correcto. No hay que ser vidente para presagiar el fracaso de su objetivo. Sucede que mientras Django se encarrilaba tras las rejas, la ciudad se pervertía aún más. Django: Sangre de mi sangre se inspira en la coyuntura social para sembrar a sus enemigos. El sicariato y la extorsión son el foco de atención e investigación de las fuerzas policiales y ya no los robos a mano armada a lugares públicos. De repente en la secuencia de un golpe del protagonista, quien hace remembranza de su discurso o permiso previo al atraco, resulta muy de los noventa. Hay modos de delincuencia y violencia que pasan de moda.

Es esa nueva representación de la violencia la que abre paso a que Django: Sangre de mi sangre sea más descarnado que su historia original. Tiroteos, persecuciones y ultimaciones al paso dan la pauta de acción al filme. Salvini recarga con descaro todos los mecanismos empleados en el primer Django (2002) que atrajeron en su momento, pero además le empadrona una dosis de comicidad e ironía, como para confrontar con el estado de tensión o la propia acción, fabricando de paso ese rasgo de personalidad pintoresca. Vale mencionar que dentro de ese oasis burlesco una escena parece ser un OVNI en el cielo: una lograda escena dramática (que son varias, pero esta no provoca hilaridad) en donde Django y su hijo están abiertos al diálogo. Gran actuación de Emanuel Soriano. En adición, la presencia de su personaje, como sucede en esa secuencia, genera un contraste dentro del entorno. Por lo resto, Django: Sangre de mi sangre es un ejercicio que parece una sala de juegos. Hay un desenfado creativo, pero hay fórmulas o reglas que se siguen.
Salvini se alía al género gang, el thriller, el cine de acción, toma a sus estereotipos y les asigna un idioma particular a la orden de su universo. Está el jefe de la mafia, el “mudo” celador de este, el tartamudo de fragilidad para la lealtad (que curiosamente se repite), el brazo derecho, los parásitos. Es interesante cómo se crean pequeños grupos y rivalidades dentro de la pirámide que conforma esta delincuencia. Vemos en menor escala a Montana (Emanuel Soriano) haciendo su propio duelo con un personaje cliché de ojo de vidrio, y además tiene sus propios aliados y traidores. Está también la alusión a la femme fatale, protagonizada por Stephanie Orué. Django: Sangre de mi sangre se estructura en dos partes: la calle y la cárcel. Eso convierte también a la película en un filme carcelario, momento en que se verá la resolución de todo lo amasado en las calles. Por último, Aldo Salvini fabrica su propia trivia haciendo alusiones autoreferenciales: asalto al Huáscar, Neptuno.

lunes, 22 de enero de 2018

Good time: Viviendo al límite

En su último filme los hermanos Safdie retoman ese encantamiento por los personajes de rutina y oficio degradado que protagonizaban la historia de Heaven knows what (2014). Sin embargo, existe una distinción abismal entre su anterior película y Good time (2017). Mientras que Heaven knows what padece de una trama pasmada y dependiente de una morbosidad suburbana, en su más reciente filme apunta a un cine de género, en este caso, el thriller, gestándose –especialmente en su principio– un dinamismo en su trama. Dos hermanos realizan un golpe a un banco y las cosas se complican. El conflicto llega con anticipo y la acción no parece tener freno; o al menos esa es la impresión que otorga su bien colocada y fundamental banda sonora. Sospecho incluso que sin la música de fondo este filme reduciría considerablemente su nivel de estímulo.
Good time acontece en no más de 24 horas. El encarcelamiento de uno de los hermanos, servirá de impulso para que el otro busque desesperadamente el dinero para pagar la fianza correspondiente. ¿A qué se debe la exigencia de premura en esta búsqueda? Sucede que el encarcelado sufre de leve discapacidad mental. Connie (Robert Pattinson) está a contrarreloj. Mientras más tiempo se encuentre aislado su hermano menor, más son los riesgos de que le pase algo y que además termine en una asistencia mental.  De esta forma los Safdie ejercen presión. El ritmo acelerado está calibrado en base a qué tan cerca o lejos se encuentran los dos hermanos, quienes mantienen una relación de vigilante y protegido. Muy a pesar, por mucho que la acción o la ansiedad teja los contratiempos por los que va pasando Connie, este filme posee una base dramática.
 Tanto la introducción como el final de la película dan por expreso el estado crítico en el que se veía expuesto un personaje: Nick (Benny Safdie). Sin aparecer mucho, el hermano menor es motor de los hechos y gran víctima de la situación, asediado por los antecedentes de una familia disfuncional, al que se incluye su negligente hermano. La ambigüedad de Good time llega mediante el gesto sacrificado de Connie, el de salvar a su hermano Nick para trasladarlo a lo que considera la mejor salida, cuando no lo es. Sin ser un filme social, la película de los Safdie le da un vistazo reflexivo a un grupo de personas arraigadas a un mundo infecundo, en donde “niños” parecen huérfanos, criándose del que está más cerca de ellos, siempre malos ejemplos.