viernes, 29 de marzo de 2013

El limpiador

Más que exponer una fantasía sobre una supuesta llegada de seres de otro mundo a la Tierra, Don Siegel en La invasión de los usurpadores de cuerpos (1956) hace retrato a la paranoia global de entonces, tiempos de tensión a propósito de la Guerra Fría, secretos de Estado, guardias nacionales activos, barrios suburbiales como fuentes de investigación, además de otras creencias implantadas o tal vez poco reservadas. Mito o realidad, lo mismo impulsó a George Romero recrear su culto al zombie que no era más que una alegoría a la negligencia estatal armamentista, intereses políticos de por medio, que traían como principal afectado a la humanidad, una que estaba al borde de la deshumanización, literalmente hablando. El limpiador (2012), ópera prima de Adrián Saba, es una película bajo similares circunstancias solo que presto a un idioma más sensible y anímico.

Eusebio (Víctor Prada) es de oficio limpiador en una Lima que sufre una epidemia que trae víctimas a diario. Su labor consiste en esterilizar y fumigar, tanto al cuerpo como el escenario del deceso, empacar y transportar el cadáver junto a sus pertenencias a un apartado lugar para su próxima incineración. Esto sucede una y otra vez, en distintas horas y distintos lugares. Para la peste no hay horario ni diferencia de vecindario, y, de la misma forma, para Eusebio no existe otra rutina, una que parece no poner fin incluso dentro de su misma morada. Desde el ingreso a su casa hasta la hora de acostarse, Eusebio es practicante de un ritual semejante que va desde la caída libre de un llavero al zapping televisivo maquinal e inexpresivo propio de su televidente. Adrián Saba hace práctica de tiempos que, en apariencia, parecen estar muertos, ya que en cierta forma lo que ocurre y lo que no, tendrá sentido.

El limpiador tiene algo de El ordenador (2012), de Omar Forero, filme donde toda expectativa es en vano, las acciones son planteadas por el espectador, sin embargo, estas son frustradas durante la trama. Saba nos dispone un filme que por un lado se estanca pero por otro alienta. Es en primera instancia, el mundo limeño que está colapsando, una enfermedad que se expande y de la que se conoce cuáles son sus síntomas y sus víctimas inmunes. Cuándo y cómo ha sucedido, no se sabe. Sí gran parte de la población ha muerto por causa de esta epidemia o simplemente ha causado el claustro masivo, se desconoce. ¿En qué consiste dicha enfermedad? ¿Es un virus que mata o que te empuja al suicidio? En una escena vemos el desplome de una víctima, mientras que en el principio de la historia somos testigos de un joven conducido por una pulsión tanática. Esto, ¿fue producto del contagio o la histeria? La prensa, la ciencia, el gobierno, la sociedad, ¿están pendientes o simplemente se dejan conducir rumbo a lo que la naturaleza les disponga?

En segunda instancia, Eusebio en una de sus tantas limpiezas, ha encontrado a un niño que ha quedado huérfano producto de la peste. Joaquín (Adrián Du Bois), al igual que Eusebio, no tiene a nadie. Ambos personajes se juntan en razón a las circunstancias. No hay nadie quien se haga cargo del pequeño, y Eusebio no halla excusa para no adoptar, al menos temporalmente, al niño. Es a partir de este suceso que se rompe la rutina del limpiador. Es el quiebre que desvía la atención de las acciones objetivas a las más subjetivas. Lo que ocurra o tenga que ver con la epidemia, en este ámbito poco importa. El limpiador es un relato que alterno a una Lima enferma, es testigo de una convivencia y afecto entre dos seres que tienen mucho en común. Tanto Eusebio como Joaquín buscan llenar un vacío paternal que, respectivamente, ha quedado expuesto por la senilidad de uno y por la negación del otro. Eusebio, al no encontrar el afecto de su padre que habita en un asilo, llena dicha ausencia asumiendo la imagen paternal que el desamparado Joaquín necesita.

Adrián Saba contiene las respuestas o implicancias que podrían responder o solucionar al tema sobre la epidemia. En su lugar, centra la “acción” en la relación entre un hombre y un niño quienes han comenzado a dar indicios de lo que hasta ese momento se sentía indeleble o incluso ausente. La epidemia no solo ha causado muertes sino que también ha expandido la inercia, la apatía y posiblemente la insensibilidad de la población que apenas reacciona ante la muerte de un igual. Eusebio y Joaquín son el punto contrario a esta realidad, una que está satinada de colores muertos, fachadas gastadas, decoraciones tenues que simulan el patetismo lúgubre del Post mortem (2010) de Pablo Larraín, que huele a muerte por todos sus costados, pero que en medio de esto se asoma una reacción distinta y opuesta. El limpiador crea un contexto apocalíptico como excusa para dar entrada a un lado más íntimo, que se asoma tímido, dubitativo, como si la amistad entre ambas personas fuese más un ejercicio sobre el cariño o el afecto, algo que la memoria ya parecía arrinconar junto al olvido.

El limpiador tiene similares rasgos a Octubre (2010), de los Hermanos Vega, tanto temáticos como estéticos. En esta última, la historia rutinaria de un prestamista se ve irrumpida con la llegada de un niño. Dicho personaje se verá obligado, aunque con perfil bajo, a asumir su rol como padre. Los planos de este filme son estáticos, encuadran al personaje y encierran un fragmento de su contexto derruido. En el filme de Saba se suma a esto el ambiente desolador. Ambos filme, sin embargo, anímicamente son muy distintos. El limpiador no tiene comedia ni absurdo, a lo mucho puede confundirse lo curioso con lo tierno, pero sería casi en desacierto. El filme de Saba es inerte, lo suficiente al menos para verlo como una portada realista, más sintomático, casi rozando lo dramático. La última escena de la película posiblemente deja al descubierto este razonamiento. La cámara tambalea al son del personaje que ha estado aplazando su muerte con la intención de dejar en buenas manos a su protegido. El final es optimista, aunque no abandona ese sabor trágico.

martes, 26 de marzo de 2013

Magic Mike

En Boogie nights (1997), de Paul Thomas Anderson, el personaje encarnado por Don Cheadle era una especie de cordero vistiendo hábitos de lobo. Eso sí, un individuo que decidió vestirlas no con la intención de convertirse en un aspirante a lobo, sino por pura sobrevivencia, un proyecto a largo plazo que lo ayudaría a cumplir su gran sueño: convertirse en un reconocido vendedor de equipos de sonido. Esa era su verdadera pasión, su motivación, una que se vio frustrada luego que el banco le negó el préstamo para su negocio, solicitud que no podía proceder a pedido de un hombre que tenía como oficio real ser un actor porno. Magic Mike (2012), de Steven Soderbergh, parece rescatar la historia de este personaje secundario de Paul Thomas Anderson pero adaptándolo al mundo del stripper, un contexto también plagado de sexo y otros excesos.

Mike (Channing Tatum) es el Don Cheadle de la historia, el tipo de buen corazón digno de ser subestimado al verlo untado de grasa y brillo, vistiendo disfraces de cuero, haciéndolas de policía o marinero, un nudista andando con billetes estrujados colgados de su trusa, danzando una coreografía repasada, presumiendo bíceps y pectorales, alicientes que responden a la vida desordenada y libertina propia de un stripper. Soderbergh, al igual que Thomas Anderson, ambienta un mundo aplastantemente superficial, donde el alcohol, las drogas y distintos frutos prohibidos dominan y opacan cualquier indicio de superación o proyecto ajeno al espacio al que pertenecen. Es así como Mike, un hombre treintañero que sueña con crear una empresa de muebles, se ve engullido por el estancamiento de su principal oficio, uno que si bien no deja de darle buenas creces, ha comenzado a corroer sus sueños, a facturarle comportamientos y rutinas que tal vez nunca fueron la suya. El personaje protagonizado por Tatum es un hombre que está siendo arrastrado a una fosa a la que no pertenece.

Magic Mike es el universo que germina en los hombres una rutina llena de apariencias, seductora y glamorosa a primera vista, peligrosa y embaucadora luego que avanzas, algo imperceptible para el joven “The Kid” (Alex Pettyfer), quien gracias a Mike ha ingresado al mundo del stripper, pasando de ser un vago e irresponsable a ser un stripper e irresponsable, solo que este último rasgo, se ha duplicado. “The Kid”, en Boggie nights, sería la representación de “Dirk Diggler”, ese personaje protagonizado por Mark Wahlberg que luego de probar el fruto del éxito terminó arruinado por su orgullo y su mala cabeza. Por nada de esto pasa el joven “The Kid”, sin embargo, está camino a ello. Soderbergh parece seguir esa misma ley aplicada en el filme de Thomas Anderson, corromper al bueno y acelerar el exterminio del que ya está corrompido. Son las dinámicas del éxito, sus pro y más son sus contras.

A esto, la trama del filme consta en el paternalismo adoptado por Mike frente a “The Kid”, hermano de Brooke (Cody Horn), la “mamá gallina” del joven extraviado, una mujer centrada de la que Mike siente un atractivo que le parece lejano pero que no deja de llamar su atención. Magic Mike no tiene pretensiones de ser una película sobresaliente en la amplia filmografía de Steven Soderbergh, director que ha hecho de todo, filmes de visión comercial como de interés personal, que van desde remakes de grandes clásicos (Solaris, 2002), biopics (Che, 2008), cine negro (El buen alemán, 2006) o incluso de corte erótico (Sexo, mentiras y video, 1989). Muy a pesar, dicha película resulta ser un nuevo tema al bagaje temático de este director que parece no tener más línea que su pasión por el cine, del que habla bien como arte, pero desdeña como industria, y eso ya lo dejó en claro luego de (re)anunciar su próximo retiro de la pantalla grande.

jueves, 21 de marzo de 2013

Cloud Atlas

Una gran regla de todo guión es que la historia sea capaz de llamar la atención del espectador, por lo menos, dentro de sus primeros quince minutos de desarrollo. Pasar este límite sin que el auditorio entienda o, por lo menos, se haga la idea de a dónde se dirige el relato, implicaría el fracaso de la película. En efecto, existen los recursos inesperados, los giros dramáticos, pero ya para entonces una ración del filme habrá sido apatía para el público o simple reciclaje para su memoria. El gran riesgo que presenta Cloud Atlas (2012) es la de componer e introducirnos a sus seis historias antes que el mismo espectador se percate que el tiempo ha corrido en vano. El reto de la sociedad de los Hermanos Wachowski y la de Tom Tykwer es entonces la de ganarle al reloj, provocar el interés, no de una, sino de seis historias, antes que la manija marque los quince minutos.

Cloud Atlas tarda en promover la atención al no hallar con ingenio la manera de ajustar sus secuencias que van narrando parcialmente cada historia. Es también la poca prontitud con que se suelta el detonante en cada una de ellas. El principio de Cloud Atlas de lejos se confundiría con una versión extendida del filme, no por el hecho de exponer detalles que no son prescindibles o puntuales para el filme, sino porque el guión se toma la licencia de dilatar la acción en cada relato, algo que podría pasar desapercibido en la narración de una sola historia. Es recién en la cuarta parte de la película que todos los relatos toman un interés, uno que en cierta manera tiene mucho que ver con la premisa principal que irrumpe en escena, la misma que ya antes había sido citada en películas como Matrix (1999) y V de venganza (2006). Los Hermanos Wachowski nuevamente retornan al relato sobre la transgresión al orden social, la no obediencia a los cánones manipuladores que van desde los padres de familia a los padres gubernamentales. Cloud Atlas, al igual que los filmes mencionados, es una especie de panfleto político y humanista.

Los Wachowski y Tykwer construyen de tal manera el orden narrativo de su filme con la intención de otorgarle un sentido lógico correspondiente a dicha premisa central. El orden cronológico que sigue Cloud Atlas es el acercamiento al proceso involutivo y cíclico al que podría encaminarse la existencia. La primera historia de la película se asienta en un contexto esclavista, mientras que la última historia es la de un mundo donde luego de la decadencia de la tecnología, la humanidad se ha reducido a un puñado de habitantes divididos en tribus. Es entonces el retorno al estilo de vida del “buen salvaje”, la prueba infalible de que el hombre en algún punto de su historia ha fracasado. Obviamente, referente a dicho momento, los directores nos dan señas cuándo y de qué forma sucedió. Lo cierto también es que en medio del desorden o el caos, siempre existirá una brecha esperanzadora. Los últimos habitantes, nuevamente, han creado sus propias y nuevas deidades, es decir, nuevas razones para dar fe a algo, que son indicios de sobrevivencia. Pero, ¿sobrevivir a qué? Al control, a la manipulación, esa voz que murmura al oído y que incluso actúa como una especie de subconsciente subordinado. Esto, en la última historia, se representa como un dios malvado, mientras que en las otras dicho “agente” controlador tiene distintos rostros y oficios.

Hugo Weaving es nuevamente el agente Smith. Ese infiltrado de la “matrix” que cambia de apariencia y rostros, toma formas, asalta cuerpos, invade la integridad física y mental. Cloud Atlas tiene como protagonistas repetitivos a Tom Hanks, Halle Berry, Jim Broadbent y otros más, quienes van asumiendo personajes y personalidades que se contrastan en cada una de las historias donde aparecen, haciéndolas en ocasiones de buenos o haciéndolas de malos, a veces protagonistas principales, en otras simples secundarios. Caso contrario, los personajes de Weaving siempre están alineados a una misma naturaleza: son los sedientos de poder. Siguiendo la cronología; en la historia de un viajero en altamar, Weaving interpreta a un padre autoritario; en la historia de un compositor, encarna a un miembro de la Alemania Nazi; en el relato de una periodista, el ex agente es ahora un socio de una corporación nuclear; en las cuitas de un publicista editorial, es la viva imagen de la enfermera de Alguien voló sobre el nido del cuco (1975); en el mundo futurista de una empleada de comida rápida, es el verdugo de los miembros insurrectos; y, por último, en la última historia sobre el mundo en escombros, es el dios malvado, el instigador del autoritarismo, el agente del mal.

Cloud Atlas trata entonces sobre cómo los protagonistas de cada historia de pronto se ven envueltos por una serie de sucesos trágicos provocados desde lo lejos por los rostros de Weaving, que no son más que la mera representación del orden impuesto que reclama y exige obediencia y que representa incluso al poder en sus distintas escalas. Ver los oficios de Weaving es observar como esa fuerza manipuladora ha escalado del círculo familiar al círculo omnipotente e intangible. Es el miedo e inclinación al jefe en su mínima expresión como en su máxima. Cloud Atlas razona sobre la ilación entre el pasado, el presente y el futuro, tres momentos que no tienen principio ni caducidad exacta. Lo que se hizo en el pasado, sigue trascendiendo en el futuro. Esto se manifiesta, por ejemplo, como cuando el compositor de los años 30 tiene póstumo reconocimiento durante los años 70. Las seis historias tienen en cierta forma una misma intencionalidad, solo que bajo un estilo o relato distinto, sea adaptando un melodrama entre un compositor y su amante, la comedia de un anciano encerrado en un asilo o el género sci-fi y futurista de un empleado revelándose ante un Imperio. 

Si bien los Wachowski y Tykwer logran solventar el eje central del filme mirando a sus historias como un todo, cada una de estas al verse independientemente no poseen el atractivo suficiente para sobrevivir por sí solas. Esto sin duda es el gran punto débil de Cloud Atlas. Exponer una serie de relatos que son perezosos y predecibles en solitario, aquello que de hecho complicaría la asimilación de la meta en esencia, que es la de exponer con lógica una serie de secuencias en clave Matrix u otros filmes sobre el individuo, en esta ocasión, común, revelándose ante un gran Padre, en casos, inútilmente, pero al menos creando un hito o dejando un aliento para el próximo revolucionario.